Van Robert y la pintura de la dominicanidad inconclusa
La palabra inconcluso suele leerse como defecto.
Por Karim López
Existen frases que no se olvidan porque explican más de lo que aparentan. No porque sean ingeniosas, sino porque funcionan como una grieta: una abertura por donde de pronto se cuela toda una manera de ver el mundo. Cuando este artista visual, originario de Los Alcarrizos, en la ciudad de Santo Domingo, dice sentir que “el dominicano por norma es inconcluso”, no está formulando una provocación estética. Está, más bien, exteriorizando algo que rara vez se dice en voz alta. Estas palabras, sin saberlo del todo, ofrecen también la clave más precisa para entender la obra del pintor que se hace llamar Van Robert.
La palabra inconcluso suele leerse como un defecto. Algo que no termina, que queda a medias, que no se resuelve. Pero en la voz de este artista esa palabra se transforma. No es carencia; es potencia. Lo inconcluso como espacio abierto. Como invitación o promesa.
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Mientras lo escucho hablar en su estudio de Miami, rodeado de lienzos donde las figuras aparecen y se disuelven, donde el color parece empujar al dibujo sin dejarlo fijarse del todo, pienso que su obra no intenta representar la dominicanidad: la práctica. La vive. La ejecuta visualmente. La deja, deliberadamente, sin cerrar.
Van Robert no pinta desde la nostalgia del exiliado ni desde el gesto reivindicativo del que quiere explicar su país al mundo. Pinta desde algo más sutil y más complejo: desde la certeza de que la identidad dominicana no es un relato terminado, sino una experiencia en proceso. Algo que siempre se está haciendo y que nunca se entrega por completo.
“Al ser humano le gusta descubrir”, me dice. “Lo que ya está definido, tú no lo investigas”. En su pintura, esa lógica se vuelve método. Las figuras aparecen fragmentadas, sugeridas, escondidas detrás de capas de color. El espectador entra primero por el placer visual, una armonía cromática, una energía rítmica, y sólo después comienza a notar que hay algo más: un cuerpo que no se revela del todo, un símbolo que parece mirarlo de vuelta.
Esa estructura no es casual. Responde a una visión muy clara y particular del dominicano como sujeto cultural. “El dominicano te da un consejo sin pedírselo”, razona en otro momento, con la naturalidad de quien enumera hechos comprobables. “El dominicano es hospitalario, y al mismo tiempo, siento también que el dominicano es inconcluso”.Ambas ideas, aparentemente separadas, en realidad forman parte de una misma lógica cultural: una hospitalidad que no siempre sabe esperar, pero que rara vez se retira.
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La hospitalidad en Van Robert no es solo tema; es estrategia visual. Él desconfía del arte que se presenta como acertijo cerrado, como muralla conceptual. “Si tú le cierras la puerta a la gente, se van”, explica sin rodeos. Por eso su obra siempre ofrece una entrada: un “chin de dibujo”, un color reconocible, una figura que funciona como anzuelo emocional. No para simplificar el contenido, sino para permitir que ocurra algo más raro y más honesto: que el espectador se quede. Y entonces pueda comenzar el verdadero diálogo.
Esa ética del quedarse, de no expulsar, es profundamente caribeña. Y se vuelve aún más significativa cuando se produce desde la diáspora. Porque este artista pinta fuera de la República Dominicana, pero no pinta lejos de ella. La distancia no ha diluido su mirada; la ha afinado.
“Uno comete el error divino de querer traer los tiempos vividos allá y meterlos acá”, reflexiona, “eso es imposible”. En lugar de intentar esa traslación literal, su pintura opera como traducción sensible. No reproduce escenas dominicanas desde una óptica del folclor, condensa experiencias. El chisme, la canción de cuna, la marchanta, el consejo no pedido aparecen no como anécdotas ilustradas, sino como climas emocionales. Como estados. “No me digas que tú no viviste en un barrio de chismosos”, dice casi retándome, y yo tengo que asentir. Por supuesto que sí. ¿Quién de nosotros no ha vivido en uno?
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Ahí es donde su obra se vuelve profundamente universal sin perder la raíz. Un espectador en Miami, en Nueva York o en Europa quizás no identifique de inmediato los códigos culturales dominicanos, pero reconoce algo más elemental: la sensación de comunidad, de cuidado, de misterio compartido. Lo universal, en su pintura, no aparece como un idioma neutro ni como una estética deslocalizada, sino como la activación de emociones primarias: ser acogido, ser mirado, pertenencia… Elementos que anteceden a cualquier referencia cultural específica.“Mis mejores coleccionistas no han sido dominicanos”, dice sin énfasis.“Han sido americanos, cubanos”. Y sin embargo, lo que compran es una experiencia dominicana destilada, suavizada por el color, abierta por la forma. Para volver al chisme, el espectador extranjero quizás no reconozca la palabra, pero reconoce la escena. Eso ya basta para conectar con el imaginario inconsciente colectivo.
El color, en su obra, cumple una función estructural más que decorativa. “Yo lo utilizo como elemento”, remarca, “a veces como contrapeso, a veces como centro de gravedad”. El color es lo que sostiene el espacio cuando la figuración se retira. Es lo que mantiene viva la pintura incluso cuando no hay relato claro. En ese sentido, el color funciona como el idioma más democrático de la obra: no necesita explicación. Solamente se siente.
Esa claridad conceptual contrasta con una historia personal marcada por el conflicto y la determinación. Su padre, maestro constructor, soñaba con que él estudiara arquitectura. El plan era lógico, estable, casi inevitable: la futura empresa imaginaria hasta el nombre tenía. Cuando Van Robert decidió, a manera de desafío, estudiar en la Escuela de Bellas Artes, el apoyo económico paterno se redujo. No de golpe, sino gradualmente. Tres pasajes. Luego dos. Luego uno. El resto del camino, a pie.
Esa caminata, que él recuerda sin dramatismo, terminó por enseñarle algo que hoy atraviesa su vida y su obra: la decisión no necesita aprobación para ser válida. “Yo preferí mil veces caminar”, dice,“porque yo quería ser pintor”. Esa frase, dicha con sencillez, contiene una ética completa. La misma que explica su relación ambivalente con la emigración. Tenía visa, oportunidades, invitaciones, pero no quería irse. No deseaba dejar a sus hijos pequeños. La familia era su ancla. “El dominicano es apegado”, asegura, “el dominicano es de familia”. Fue un consejo, de nuevo, un consejo no pedido, el que lo empujó a irse: precisamente porque los hijos eran pequeños, era el momento de construir algo más grande para ellos. Abrir una puerta, no cerrarla. Hoy, ya es ciudadano norteamericano desde hace más de diez años y todos sus hijos residen con él en el país. La decisión que alguna vez pareció un desgarro terminó cerrando el círculo: lo que se fue como sacrificio volvió convertido en posibilidad.
Miami se convierte en su lugar no por azar, sino por afinidad emocional. El clima, el calor humano y la mezcla cultural le permitieron mantener viva esa energía caribeña que su obra necesita. “Yo siempre bromeo diciendo que estoy en Santo Domingo pero ganando en dólares”, comenta, con esa ironía práctica tan caribeña, aunque en esa frase existe una verdad más profunda: la diáspora, cuando no se vive como ruptura, puede convertirse en expansión.
Esa idea alcanza su forma más concreta en un proyecto que Van Robert viene planificando desde hace tiempo: La Brecha, un museo móvil construido dentro de un contenedor remolcado, pensado para recorrer escuelas y comunidades con poco acceso al arte. La propuesta, simple y radical, consiste en llevar el museo donde la gente está, en lugar de esperar a que la gente llegue al museo. El nombre no es casual. Viene de una escena anterior incluso a su formación artística: un día, de niño, se escondía de su padre para no ir a trabajar en construcción y se resguardaba de la lluvia recostado en la pared de una casa de madera. Fue entonces cuando, mirando a través de una brecha entre las tablas, vio al pintor Ramón Sandoval trabajando en una obra. Ese instante, ver el acto de pintar desde una rendija, como quien descubre algo sin que todavía se le haya permitido entrar del todo, fue decisivo. Ahí nació su interés por la pintura y la decisión que lo llevaría a estudiar en la Escuela de Bellas Artes.
La Brecha opera desde una lógica profundamente emparentada con ese concepto de “lo inconcluso”, mencionado anteriormente, no como recurso retórico sino como modo de estar en el mundo: volver una y otra vez al gesto inicial de apertura, insistir en la posibilidad de crear accesos donde antes no existían. Como en buena parte de la cultura dominicana, se trata menos de cerrar un sentido que de dejarlo en suspensión, de permitir que otros asomen, aunque sea de reojo, a un territorio que todavía no reconocen como propio. Talleres, exposiciones, encuentros…todo es posible. “Arte servido con cucharita, para no atragantar”, como él mismo dice. Cuando me habla de ese proyecto, pienso que no se trata de una iniciativa paralela a su obra, sino de su consecuencia lógica. El mismo principio que rige su pintura, ese de no cerrar, no excluir, no elevar murallas, se traduce aquí en acción concreta, sin necesidad de explicarse. El contenedor funciona como una imagen persistente de su pensamiento: un espacio móvil, abierto, que se adapta al contexto y recibe al que llega, incluso antes de saber qué va a ocurrir ahí.
Es también desde esa experiencia expandida, la de exhibir, viajar y exponerse al mundo, que Van Robert ha ido afinando su lenguaje. Participar en ferias internacionales, tales como el Art Basel Miami, dice, no cambia lo que uno es, pero sí obliga a refinarlo. “Cuando tú te presentas en proyectos internacionales, aprendes cómo presentar tu obra”, explica. No se trata solo de vender, sino de observar, comparar, escuchar. De entender que el mundo es más grande que cualquier territorio, y que el arte, si quiere sobrevivir, debe aprender a dialogar.
Viajar, para él, no es lujo ni escapatoria: es formación. “El artista que no viaja es como el que compra un libro y solo lee la portada”, afirma. Ver otras culturas, otros museos, otros públicos no debilita la identidad; la somete a prueba. Y en esa fricción, si el artista es honesto, ocurre el verdadero crecimiento.
Esa misma lógica se extiende a su consejo final para quienes comienzan a transitar el camino del arte desde la curiosa condición de la diáspora. No habla primero de técnica ni de talento. Habla de contactos. De amistades. De redes humanas. “La próxima guerra no va a ser por petróleo”, dice, medio en serio, medio en broma. “Va a ser por información”. Y la información, en su opinión, circula entre personas, no en el aislamiento. Hacer amigos, compartir, conectar, escribir, llamar, presentarse. No como estrategia cínica, sino como prolongación de la misma hospitalidad que define su pintura. En el fondo, su mensaje es coherente: nadie entra solo al mundo, ni siquiera en el arte.
En un mundo del arte cada vez más obsesionado con el discurso cerrado y la postura definitiva, con la obra que se explica a sí misma, la pintura de Van Robert insiste en otra cosa: en dejar la puerta entreabierta. En permitir que el otro termine la frase. En aceptar que la identidad, como la obra, no se completa nunca del todo. Quizás por eso su trabajo resuena más allá de los límites nacionales. Porque no pretende fijar lo dominicano como imagen, sino ofrecerlo como experiencia.
Y porque, al final, como Van Robert parece sugerir sin decirlo del todo, solo lo inconcluso sigue vivo.
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